Tenemos
la obligación de recordar a los muertos. Esa es la ley fundamental. Si no los
recordásemos, perderíamos el derecho a llamarnos humanos.
Paul Auster. Mr Vértigo
¿Quieren ver su cara por última vez? Con
esta pregunta inició el final, si es que aún había personas que no entendían la
magnitud y trascendencia del asunto, con esta pregunta fueron zarandeados, fue
como una cubetada de agua fría, agua que se convirtió en lágrimas
incontenibles.
Todo inició tan sólo 15 días antes, mi
abuela se negaba a comer y esta negativa había acabado con sus fuerzas, así, a
regañadientes, fue llevada al hospital, una gran comitiva se encargó de sacarla
de aquella casa de puertas estrechas, tan estrechas que la silla de ruedas no
logró atravesarlas. Tendida sobre una cobija sujeta en cada punta por una
persona diferente, fue sacada de su casa, entre quejidos y reproches.
No tardaron mucho en ingresarla en
urgencias, pero tampoco hicieron gran cosa por ella, tras comprobar que su
temperatura, presión, glucosa y azúcar estaban bien (mejor que la de cualquiera
de sus hijos), le hicieron un examen de orina. El diagnóstico: cistitis, fue
regresada a casa con la recomendación de que se mantuviera bien hidratada.
Mis tíos y mi madre se mostraban
escépticos, tenían la certeza de que los las cosas no se encontraban tan bien
como presumían los médicos ¿quién los podía culpar? Se trataba de su madre. Yo
trataba de tranquilizar a la mía, le decía que las cosas estarían bien,
finalmente, los que saben son los doctores.
Pero nada les regresaba la calma, se
organizaron para no dejarla sola ni un momento, he de aceptar que esta medida
me pareció un tanto exagerada, pero no soy quien para intervenir.
Sin embargo, sucedió algo que no me logro
explicar, algo que no alcanzo a entender y que me cuesta trabajo expresar.
Pasó aquél día que regresó del hospital
con el simple diagnóstico de infección, era domingo, ya tarde y yo fui a
despedirme de ella, al otro día había que madrugar, ella me observó, me tomó de
la mano y me dijo que me iba a cantar una canción; ahora me culpo por no
recordarla, las palabras y la tonada se han ido por completo de mi memoria,
pero era una canción de amor, una que le cantaban a una morenita, su madre (me
enteré en ese momento) también era morenita y era la canción que le cantaba su
esposo, con la que la enamoró. Este hecho me parece tan extraño, tan fuera de
lo común porque nunca antes me había cantado una canción, quizá de bebé, pero
no guardo recuerdo alguno. Mientras ella sostenía mi mano, cantaba la canción y
me miraba a los ojos, llegó la certeza: moriría. No hay explicación lógica para
respaldar aquella lúgubre seguridad, pero lo supe. Casi con lágrimas me despedí
y me fui a mi casa, intentando convencerme de que todo estaría bien, eso fue lo
que dijeron los médicos…
Pero las cosas no mejoraron, seguía
negándose a comer y a beber, y así llegó el siguiente sábado. Por la mañana
recibí la llamada de mi madre: mi abuela estaba mal. Acudí a aquella casa de mi
infancia. A los pocos metros vi una ambulancia y cuando entré a la casa mis
tíos lloraban.
En la cama mi abuela se encontraba recostada
de lado, se negaba a adoptar otra postura a causa de un dolor bastante agudo,
el cual a penas contenía estando recostada de aquella forma. Los paramédicos la
revisaron, no sabían la causa de aquel dolor y lo más que se atrevieron a
especular fue que se debía a una enfermedad crónica, sin embargo, sus signos
vitales estaban bien, no había muchas razones para llevarla en ambulancia al
hospital. Yo no entendía las lágrimas de mis tíos, pero éstas parecieron ser lo
necesario, porque los paramédicos decidieron subir a mi abuela a la ambulancia.
Se repitió el numerito de sacarla arriba
de una cobija y ella, angustiada, preguntó ¿me estoy muriendo? Al unísono contestamos
que no, que sólo la llevarían al hospital para otra revisión. Ya en la calle,
justo antes de que la acomodaran en la camilla, ella me volteó a ver y me dijo adiós
con la mano, y esa fue la última vez que la vi consiente.
Los hechos que siguieron se atropellan en
mi mente, me parecen confusos, como sacados de un mal sueño. Para cuando
llegamos al hospital, mi tía seguía llorando ¿qué le pasaba? Y nos contó que en
la ambulancia mi abuela había perdido todos los signos vitales, los paramédicos
hicieron lo que pudieron para impedir que su corazón se detuviera y al llegar
al hospital la ingresaron de inmediato, los doctores la regañaron por haber
esperado hasta que mi abuela llegara a ese estado de decadencia y le dieron
varios papeles para que firmara ¿qué decían esos papeles? No estaba segura,
ella sólo obedeció y los firmó.
El diagnóstico nadie lo creyó, mi abuela
tenía cáncer de hígado, no había nada por hacer. En alguno de aquellos papeles
que firmó mi tía se encontraba uno donde decía que se hiciera todo lo posible
por mantenerla con vida. Así aquellos días se alargaron.
Día y noche estaban en el hospital, a la
espera de algo ya sabido pero no aceptado. Cáncer, la palabra volaba sobre las
cabezas de mis tíos y de mi madre, como ave de mal agüero, como algo que te
acecha de manera implacable, cada vez más cerca, más, más.
Llegó el martes, 16 de septiembre y la
llamada de mi madre me anunció la muerte de mi abuela. De inmediato acudía al
hospital, se murió mi mamá, me dijo la mía, y no pude hacer otra cosa que
abrazarla e intentar no llorar.
Nadie sabía muy bien qué hacer. Como pudieron
contrataron un servicio funerario cerca del hospital, dicho sea, el servicio
fue por demás mediocre, fueron unos abusones, que se aprovecharon de la
situación y no les importó nada, ni las lágrimas, así, la incertidumbre de si
sería enterrada o incinerada, no se disipó hasta el otro día, ya de camino al Panteón
Civil.
Finalmente llegamos, nos pasaron a un
salón amplio, mi abuela al centro, ya arreglada, de nuevo con su ropa ¿quieren
ver su cara por última vez? Preguntó aquel desconocido quien era el encargado
de llevársela al crematorio.
Los que no habíamos llorado hasta
entonces, lloramos, rociamos el ataúd con agua bendita, rezamos una oración y
se le llevaron. Dentro de dos horas había que volver por las cenizas.
Casi nadie habló, pero nos encaminamos a
la tumba de los padres de mi abuela, desde ahí observaba el humo saliendo del
crematorio, subiendo por el cielo azul, apenas manchándolo un poco, para luego
desaparecer en las alturas, ella se había ido, nunca volveremos a ver su cara,
nunca nos dirá adiós con su mano, nunca cantará ni por segunda vez aquella
canción de amor para una morenita.
Q.E.P.D.