miércoles, 19 de abril de 2023

 El milagro de la vida

 

Nunca he sido muy religiosa.

En una cierta época sí creía, me gustaba creer.

El Milagro de la vida nunca me pareció milagroso, sino una cosa totalmente racional y biológica.

 

***

Hace muchos años empezaba a germinar la idea de ser mamá

Hace algunos años la idea de ser mamá biológica se estaba convirtiendo en eso: una idea

Hace un poco menos de años intenté archivar esa idea y opté por la adopción

 

***

 

Unos cuantos meses después, cuando el largo proceso de adopción parecía un árbol fuerte, la vida decidió implantarse en mí.

 

Talar aquel árbol ha sido una de las cosas más dolorosas que he enfrentado.

 

Sacar de las cenizas el primer germinado fue desconcertante  ahí seguía?, ¿ tenía vida?

Tan microscópico, tan inadvertido

Dentro de mí

 

***

 

Yo no estaba realmente haciendo nada

Yo no empeñaba mis esfuerzos en crear nuevas células

Yo no ponía dedicación en generar piel, ojos, manos, sangre

Yo que nada sé de genética estaba creando neuronas ¡neuronas!

 

***

 

Sin que yo hiciera poco más que dejar de beber café, tomar ácido fólico y moverme con parsimonia, así, así, estaba creando vida, porque nadie más estaba dentro de mí haciendo el trabajo

 

Ahí estaba yo, con ojeras, deseando tomar café, resistiendo con mi vejiga aplastada, con esa pancita que se asomaba.

 

Era yo con otro dentro

¿Dentro? 

¿Y cuándo afuera? Después

Después de la piel abierta con bisturí, después de maniobras, después de casi aplastarme los pulmones, entonces afuera.

 

¿Y el milagro?

 

Ahí seguía y me acompañaba, dentro y fuera de mi cuerpo, ese que cambió, con una línea oscura dividiendo por la mitad mi panza, mis senos rebosantes de leche para seguir alimentando la vida.

 

Si me preguntan que cómo le hice…

No lo sé, pero ahí está, lo sacaron de mí, acá tengo la cicatriz por si lo dudan.

martes, 11 de diciembre de 2018

Amor bochornoso con delirio

Admirables besos con deliciosos efectos
frenético gozo humano, inconmensurable
jubiloso kafkiano, mago nocturno
oscuridad perenne, quimérica
revolvemos sombras tangibles
urgimos vida, xivil, yogar...
zambullirnos.

martes, 6 de octubre de 2015

El beso


̶ Ayer intenté besarla.

̶ ¿A quién?

̶ Pues a quién va a ser, a ella.

Él quiso darle un golpe, seco y contundente, directo en el rostro, pero se contuvo, era más su curiosidad, sus ganas de saber qué había hecho ella  ̶  y entonces ¿qué pasó?

̶ Nada, ella volteó la cara y se despidió como si nada, pero ya habrá otra oportunidad.

̶ Claro  ̶ Él sabía que no habría otra oportunidad, que ella no lo quería besar, que de ser así no tendría importancia que él no hubiera acertado a sus labios. Le daban ganas de decirle que no perdiera su tiempo, que si ella lo quisiera tomaría suavemente su rostro hasta que quedaran alineadas sus cabezas, como planetas que se eclipsan, que cerraría los ojos y lo atraería despacito hasta ella, que lo besaría como nadie nunca lo besará, no sólo con la boca, no sólo con el cuerpo, sino con todo su ser. Le hubiera gustado decirle que tiempo después le leería el capítulo número 7 de Rayuela, para que se diera cuenta que aquel beso ya había sido escrito tiempo atrás, que le sonreiría con aquellos labios conocidos… Pero no lo hizo, porque aquello terminó hace mucho, mucho tiempo y como dicen por ahí: si quieres que algo nunca termine, mejor que nunca empiece. 

Toulouse Lautrec. El beso en la cama.

viernes, 17 de julio de 2015

No soy Neruda


Puedo escribir los versos más tristes esta noche…[1]

No, esa no es la verdad, para empezar porque no soy Neruda y para terminar porque aquella noche, cuando pude, no lo hice, me aferré a una botella y rompí a llorar, con todo el sentimiento, sin la menor vergüenza, lloraba y lanzaba la tan manida pregunta ¿por qué? Si quererte fue mi castigo te aseguro que aún no termina, porque no se acaba junto con las palabras dichas el uno al otro, sino que se queda clavado con las ganas, esas que ahora intento ahogar con mis lágrimas, pero que parecen saber nadar y sortear las grandes olas que se forman con mis sollozos.

No, no puedo escribir los versos más tristes esta noche, porque esos fueron lavados, tallados a fondo y desinfectados con el alcohol que me bebí, los encerré en pequeñas botellas de vidrio que lancé al mar, pero que hoy, con los pies hundidos en la arena, parecen volver, los diviso y me da miedo ¿cómo regresarán?, ¿por qué no me dejan? No quiero abrir esas botellitas ¿si aquellos versos fueron revolcados y ahora son irreconocibles? Nada podría hacer con aquel miserable rompecabezas, me provocarían pesadillas.

Nada quiero de ti, ni tu recuerdo, ni mis versos.




[1] Neruda, Poema número 20

martes, 30 de junio de 2015

Los Sólidos y los Etéreos


Había una vez un mundo, una realidad, en la cual coexistían dos especies: los Sólidos y los Etéreos. Los primeros se pasaban sus días pegados al piso, casi nunca lograban separarse de él y las raras ocasiones en que lo hacían, se aseguraban de tener una base en la cual plantar bien sus pies, algunos parecían tener un terror especial a quedarse sin dicha base y caminaban encorvados, siempre viendo el piso, así no sólo sus pies, sino también su mirada se encontraba por los suelos. Los Sólidos ignoraban completamente a los Etéreos, simplemente no les daban importancia.

Los Etéreos, eran oscuros y les encantaba ir por todos lados, cambiar de forma y confundirse con la oscuridad. Escalaban todo lo que se les pusiera enfrente: paredes, árboles, puentes, el mar…

Ellos eran muy frescos, muy “donaire”, reían y observaban, les encantaba mirar hacia todos lados, descubrir aquellos detalles que están escondiditos, como esperando pacientemente a ser descubiertos y lograr que, aquél que los encuentra, esboce una sonrisa.

Ellos, los Etéreos, nunca ignoraban a los Sólidos, algunas veces les gastaban pequeñas bromas y los Sólidos se sobresaltaban, tallaban sus ojos, enfocaban la mirada y después de asegurarse que todo estuviera en orden, pensaban: seguro fue mi imaginación; y continuaban clavados al piso. Entonces los Etéreos se alejaban riendo o quedaban completamente “enganchados”.

Era algo que, en algún momento, le pasaba a la mayoría de los Etéreos, conocían a un Sólido y no podían dejarlo, lo miraban, lo seguían y poco a poco se hacían uno, dejaban de brincar por todos lados y se limitaban a imitar en todos los movimientos a Su Sólido, era una tarea difícil de realizar al principio, pero después se podían adelantar a los movimientos del otro.

Se sentían raros cuando hacían un movimiento diferente a Su sólido, porque entonces el sólido volteaba a ver con extrañeza, se movía de una manera graciosa y tras comprobar que todo estuviera normal… seguía clavado al piso. El etéreo soltaba un suspiro, por un lado no le gustaba asustar a Su Sólido, pero por el otro le encantaba no pasar desapercibido, ser visto aunque fuera por un momento.

En aquel mundo, aquella realidad, hay muchas parejas formadas por Sólidos y Etéreos, sin que los primeros se den cuenta de aquel equipo, del cual forman parte.
 
 

martes, 5 de mayo de 2015

Lucila


Tenemos la obligación de recordar a los muertos. Esa es la ley fundamental. Si no los recordásemos, perderíamos el derecho a llamarnos humanos.

Paul Auster. Mr Vértigo

¿Quieren ver su cara por última vez? Con esta pregunta inició el final, si es que aún había personas que no entendían la magnitud y trascendencia del asunto, con esta pregunta fueron zarandeados, fue como una cubetada de agua fría, agua que se convirtió en lágrimas incontenibles.

Todo inició tan sólo 15 días antes, mi abuela se negaba a comer y esta negativa había acabado con sus fuerzas, así, a regañadientes, fue llevada al hospital, una gran comitiva se encargó de sacarla de aquella casa de puertas estrechas, tan estrechas que la silla de ruedas no logró atravesarlas. Tendida sobre una cobija sujeta en cada punta por una persona diferente, fue sacada de su casa, entre quejidos y reproches.

No tardaron mucho en ingresarla en urgencias, pero tampoco hicieron gran cosa por ella, tras comprobar que su temperatura, presión, glucosa y azúcar estaban bien (mejor que la de cualquiera de sus hijos), le hicieron un examen de orina. El diagnóstico: cistitis, fue regresada a casa con la recomendación de que se mantuviera bien hidratada.

Mis tíos y mi madre se mostraban escépticos, tenían la certeza de que los las cosas no se encontraban tan bien como presumían los médicos ¿quién los podía culpar? Se trataba de su madre. Yo trataba de tranquilizar a la mía, le decía que las cosas estarían bien, finalmente, los que saben son los doctores.

Pero nada les regresaba la calma, se organizaron para no dejarla sola ni un momento, he de aceptar que esta medida me pareció un tanto exagerada, pero no soy quien para intervenir.

Sin embargo, sucedió algo que no me logro explicar, algo que no alcanzo a entender y que me cuesta trabajo expresar.

Pasó aquél día que regresó del hospital con el simple diagnóstico de infección, era domingo, ya tarde y yo fui a despedirme de ella, al otro día había que madrugar, ella me observó, me tomó de la mano y me dijo que me iba a cantar una canción; ahora me culpo por no recordarla, las palabras y la tonada se han ido por completo de mi memoria, pero era una canción de amor, una que le cantaban a una morenita, su madre (me enteré en ese momento) también era morenita y era la canción que le cantaba su esposo, con la que la enamoró. Este hecho me parece tan extraño, tan fuera de lo común porque nunca antes me había cantado una canción, quizá de bebé, pero no guardo recuerdo alguno. Mientras ella sostenía mi mano, cantaba la canción y me miraba a los ojos, llegó la certeza: moriría. No hay explicación lógica para respaldar aquella lúgubre seguridad, pero lo supe. Casi con lágrimas me despedí y me fui a mi casa, intentando convencerme de que todo estaría bien, eso fue lo que dijeron los médicos…

Pero las cosas no mejoraron, seguía negándose a comer y a beber, y así llegó el siguiente sábado. Por la mañana recibí la llamada de mi madre: mi abuela estaba mal. Acudí a aquella casa de mi infancia. A los pocos metros vi una ambulancia y cuando entré a la casa mis tíos lloraban.

En la cama mi abuela se encontraba recostada de lado, se negaba a adoptar otra postura a causa de un dolor bastante agudo, el cual a penas contenía estando recostada de aquella forma. Los paramédicos la revisaron, no sabían la causa de aquel dolor y lo más que se atrevieron a especular fue que se debía a una enfermedad crónica, sin embargo, sus signos vitales estaban bien, no había muchas razones para llevarla en ambulancia al hospital. Yo no entendía las lágrimas de mis tíos, pero éstas parecieron ser lo necesario, porque los paramédicos decidieron subir a mi abuela a la ambulancia.

Se repitió el numerito de sacarla arriba de una cobija y ella, angustiada, preguntó ¿me estoy muriendo? Al unísono contestamos que no, que sólo la llevarían al hospital para otra revisión. Ya en la calle, justo antes de que la acomodaran en la camilla, ella me volteó a ver y me dijo adiós con la mano, y esa fue la última vez que la vi consiente.

Los hechos que siguieron se atropellan en mi mente, me parecen confusos, como sacados de un mal sueño. Para cuando llegamos al hospital, mi tía seguía llorando ¿qué le pasaba? Y nos contó que en la ambulancia mi abuela había perdido todos los signos vitales, los paramédicos hicieron lo que pudieron para impedir que su corazón se detuviera y al llegar al hospital la ingresaron de inmediato, los doctores la regañaron por haber esperado hasta que mi abuela llegara a ese estado de decadencia y le dieron varios papeles para que firmara ¿qué decían esos papeles? No estaba segura, ella sólo obedeció y los firmó.

El diagnóstico nadie lo creyó, mi abuela tenía cáncer de hígado, no había nada por hacer. En alguno de aquellos papeles que firmó mi tía se encontraba uno donde decía que se hiciera todo lo posible por mantenerla con vida. Así aquellos días se alargaron.

Día y noche estaban en el hospital, a la espera de algo ya sabido pero no aceptado. Cáncer, la palabra volaba sobre las cabezas de mis tíos y de mi madre, como ave de mal agüero, como algo que te acecha de manera implacable, cada vez más cerca, más, más.

Llegó el martes, 16 de septiembre y la llamada de mi madre me anunció la muerte de mi abuela. De inmediato acudía al hospital, se murió mi mamá, me dijo la mía, y no pude hacer otra cosa que abrazarla e intentar no llorar.

Nadie sabía muy bien qué hacer. Como pudieron contrataron un servicio funerario cerca del hospital, dicho sea, el servicio fue por demás mediocre, fueron unos abusones, que se aprovecharon de la situación y no les importó nada, ni las lágrimas, así, la incertidumbre de si sería enterrada o incinerada, no se disipó hasta el otro día, ya de camino al Panteón Civil.

Finalmente llegamos, nos pasaron a un salón amplio, mi abuela al centro, ya arreglada, de nuevo con su ropa ¿quieren ver su cara por última vez? Preguntó aquel desconocido quien era el encargado de llevársela al crematorio.

Los que no habíamos llorado hasta entonces, lloramos, rociamos el ataúd con agua bendita, rezamos una oración y se le llevaron. Dentro de dos horas había que volver por las cenizas.

Casi nadie habló, pero nos encaminamos a la tumba de los padres de mi abuela, desde ahí observaba el humo saliendo del crematorio, subiendo por el cielo azul, apenas manchándolo un poco, para luego desaparecer en las alturas, ella se había ido, nunca volveremos a ver su cara, nunca nos dirá adiós con su mano, nunca cantará ni por segunda vez aquella canción de amor para una morenita.

Q.E.P.D.

sábado, 17 de enero de 2015

Las ausencias

Hay veces en que no lo notamos, se van poquito a poco y después de un tiempo se siente frío, ya no está la tibieza de aquella persona y cual cubetada de agua fría, cae la certeza, se ha ido, se ha perdido.