martes, 5 de mayo de 2015

Lucila


Tenemos la obligación de recordar a los muertos. Esa es la ley fundamental. Si no los recordásemos, perderíamos el derecho a llamarnos humanos.

Paul Auster. Mr Vértigo

¿Quieren ver su cara por última vez? Con esta pregunta inició el final, si es que aún había personas que no entendían la magnitud y trascendencia del asunto, con esta pregunta fueron zarandeados, fue como una cubetada de agua fría, agua que se convirtió en lágrimas incontenibles.

Todo inició tan sólo 15 días antes, mi abuela se negaba a comer y esta negativa había acabado con sus fuerzas, así, a regañadientes, fue llevada al hospital, una gran comitiva se encargó de sacarla de aquella casa de puertas estrechas, tan estrechas que la silla de ruedas no logró atravesarlas. Tendida sobre una cobija sujeta en cada punta por una persona diferente, fue sacada de su casa, entre quejidos y reproches.

No tardaron mucho en ingresarla en urgencias, pero tampoco hicieron gran cosa por ella, tras comprobar que su temperatura, presión, glucosa y azúcar estaban bien (mejor que la de cualquiera de sus hijos), le hicieron un examen de orina. El diagnóstico: cistitis, fue regresada a casa con la recomendación de que se mantuviera bien hidratada.

Mis tíos y mi madre se mostraban escépticos, tenían la certeza de que los las cosas no se encontraban tan bien como presumían los médicos ¿quién los podía culpar? Se trataba de su madre. Yo trataba de tranquilizar a la mía, le decía que las cosas estarían bien, finalmente, los que saben son los doctores.

Pero nada les regresaba la calma, se organizaron para no dejarla sola ni un momento, he de aceptar que esta medida me pareció un tanto exagerada, pero no soy quien para intervenir.

Sin embargo, sucedió algo que no me logro explicar, algo que no alcanzo a entender y que me cuesta trabajo expresar.

Pasó aquél día que regresó del hospital con el simple diagnóstico de infección, era domingo, ya tarde y yo fui a despedirme de ella, al otro día había que madrugar, ella me observó, me tomó de la mano y me dijo que me iba a cantar una canción; ahora me culpo por no recordarla, las palabras y la tonada se han ido por completo de mi memoria, pero era una canción de amor, una que le cantaban a una morenita, su madre (me enteré en ese momento) también era morenita y era la canción que le cantaba su esposo, con la que la enamoró. Este hecho me parece tan extraño, tan fuera de lo común porque nunca antes me había cantado una canción, quizá de bebé, pero no guardo recuerdo alguno. Mientras ella sostenía mi mano, cantaba la canción y me miraba a los ojos, llegó la certeza: moriría. No hay explicación lógica para respaldar aquella lúgubre seguridad, pero lo supe. Casi con lágrimas me despedí y me fui a mi casa, intentando convencerme de que todo estaría bien, eso fue lo que dijeron los médicos…

Pero las cosas no mejoraron, seguía negándose a comer y a beber, y así llegó el siguiente sábado. Por la mañana recibí la llamada de mi madre: mi abuela estaba mal. Acudí a aquella casa de mi infancia. A los pocos metros vi una ambulancia y cuando entré a la casa mis tíos lloraban.

En la cama mi abuela se encontraba recostada de lado, se negaba a adoptar otra postura a causa de un dolor bastante agudo, el cual a penas contenía estando recostada de aquella forma. Los paramédicos la revisaron, no sabían la causa de aquel dolor y lo más que se atrevieron a especular fue que se debía a una enfermedad crónica, sin embargo, sus signos vitales estaban bien, no había muchas razones para llevarla en ambulancia al hospital. Yo no entendía las lágrimas de mis tíos, pero éstas parecieron ser lo necesario, porque los paramédicos decidieron subir a mi abuela a la ambulancia.

Se repitió el numerito de sacarla arriba de una cobija y ella, angustiada, preguntó ¿me estoy muriendo? Al unísono contestamos que no, que sólo la llevarían al hospital para otra revisión. Ya en la calle, justo antes de que la acomodaran en la camilla, ella me volteó a ver y me dijo adiós con la mano, y esa fue la última vez que la vi consiente.

Los hechos que siguieron se atropellan en mi mente, me parecen confusos, como sacados de un mal sueño. Para cuando llegamos al hospital, mi tía seguía llorando ¿qué le pasaba? Y nos contó que en la ambulancia mi abuela había perdido todos los signos vitales, los paramédicos hicieron lo que pudieron para impedir que su corazón se detuviera y al llegar al hospital la ingresaron de inmediato, los doctores la regañaron por haber esperado hasta que mi abuela llegara a ese estado de decadencia y le dieron varios papeles para que firmara ¿qué decían esos papeles? No estaba segura, ella sólo obedeció y los firmó.

El diagnóstico nadie lo creyó, mi abuela tenía cáncer de hígado, no había nada por hacer. En alguno de aquellos papeles que firmó mi tía se encontraba uno donde decía que se hiciera todo lo posible por mantenerla con vida. Así aquellos días se alargaron.

Día y noche estaban en el hospital, a la espera de algo ya sabido pero no aceptado. Cáncer, la palabra volaba sobre las cabezas de mis tíos y de mi madre, como ave de mal agüero, como algo que te acecha de manera implacable, cada vez más cerca, más, más.

Llegó el martes, 16 de septiembre y la llamada de mi madre me anunció la muerte de mi abuela. De inmediato acudía al hospital, se murió mi mamá, me dijo la mía, y no pude hacer otra cosa que abrazarla e intentar no llorar.

Nadie sabía muy bien qué hacer. Como pudieron contrataron un servicio funerario cerca del hospital, dicho sea, el servicio fue por demás mediocre, fueron unos abusones, que se aprovecharon de la situación y no les importó nada, ni las lágrimas, así, la incertidumbre de si sería enterrada o incinerada, no se disipó hasta el otro día, ya de camino al Panteón Civil.

Finalmente llegamos, nos pasaron a un salón amplio, mi abuela al centro, ya arreglada, de nuevo con su ropa ¿quieren ver su cara por última vez? Preguntó aquel desconocido quien era el encargado de llevársela al crematorio.

Los que no habíamos llorado hasta entonces, lloramos, rociamos el ataúd con agua bendita, rezamos una oración y se le llevaron. Dentro de dos horas había que volver por las cenizas.

Casi nadie habló, pero nos encaminamos a la tumba de los padres de mi abuela, desde ahí observaba el humo saliendo del crematorio, subiendo por el cielo azul, apenas manchándolo un poco, para luego desaparecer en las alturas, ella se había ido, nunca volveremos a ver su cara, nunca nos dirá adiós con su mano, nunca cantará ni por segunda vez aquella canción de amor para una morenita.

Q.E.P.D.

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